Nueva York, Ciudad de Cosas Inadvertidas - Gay Talese
Nueva York, Ciudad de Cosas
Inadvertidas
Gay Talese
Nueva York es una ciudad
de cosas inadvertidas. Es una ciudad de gatos que dormitan debajo de los coches
aparcados, de dos armadillos de piedra que trepan la catedral de San Patricio y
de millares de hormigas que reptan por la azotea del Empire State. Las hormigas
probablemente fueron llevadas hasta allí por el viento o las aves, pero nadie
está seguro; nadie en Nueva York sabe más sobre esas hormigas que sobre el
mendigo que toma taxis para ir hasta el barrio del Bowery, o el atildado
caballero que hurga en los cubos de la basura de la Sexta Avenida, o la médium
de los alrededores de la calle 70 Oeste que afirma: “Soy clarividente,
clariaudiente y clarisensual”.
Nueva York es una ciudad
para los excéntricos y una fuente de datos curiosos. Los neoyorquinos parpadean
veintiocho veces por minuto, pero cuarenta si están tensos. La mayoría de
quienes comen palomitas de maíz en el Yankee Stadium deja de masticar por un
instante antes del lanzamiento. Los mascadores de chicle en las escaleras
mecánicas de Macy’s dejan de mascar por un instante antes de apearse: se
concentran en el último peldaño. Monedas, clips, bolígrafos y carteritas de
niña son encontrados por los trabajadores que limpian el estanque de los leones
marinos en el zoológico del Bronx.
Los neoyorquinos se
tragan cada día 460.000 galones de cerveza, devoran 3.500.000 libras de carne y
se pasan por los dientes 34 kilómetros de seda dental. Todos los días mueren en
Nueva York unas 250 personas, nacen 460 y 150.000 deambulan por la ciudad con
ojos de vidrio o plástico.
Un portero de Park Avenue
tiene fragmentos de tres balas en la cabeza, enquistadas allí desde la Primera
Guerra Mundial. Varias jovencitas gitanas, influenciadas por la televisión y la
educación, escapan de sus casas porque no quieren terminar ejerciendo de
adivinas. Cada mes se despachan cien mil libras de pelo a Louis Feder, en el
545 de la Quinta Avenida, donde se elaboran pelucas rubias con cabellos de
mujeres alemanas, pelucas castañas con cabellos de francesas e italianas, pero
ninguna con cabellos de norteamericanas, ya que son, según el señor Feder,
endebles por los frecuentes enjuagues y champús.
Entre los hombres mejor
informados de Nueva York están los ascensoristas, que rara vez conversan porque
siempre están a la escucha; igual que los porteros. El portero del restaurante
Sardi’s oye los comentarios sobre algún estreno que hacen los asistentes cuando
salen de la función. Oye con atención. Pone cuidado. A diez minutos de caer el
telón ya te podrá decir qué espectáculos van a fracasar y cuáles serán un
éxito.
Al caer la noche en
Broadway un gran Rolls-Royce de 1948 oscuro se detiene y salta afuera una dama
diminuta armada de una Biblia y un letrero que dice: “Los Condenados habrán de
Perecer”. Se planta entonces en la esquina y vocifera a las multitudes
pecadoras de Broadway hasta las 3 a.m., cuando el Rolls-Royce y su chófer la
recogen para llevarla e regreso a Westchester.
A esas horas la Quinta
Avenida está vacía, a excepción de unos cuantos insomnes de paseo, algún que
otro taxista que circula y un grupo de sofisticadas féminas que pasan noche y
día en las vitrinas de las tiendas, exhibiendo sus frías y perfectas sonrisas…,
sonrisas conformadas por labios de arcilla, ojos de vidrio y mejillas cuyos
rubores durarán hasta que la pintura se desgaste. Como centinelas, forman fila
a lo largo de la Quinta Avenida: maniquíes que escrutan la calle silenciosa con
sus cabezas ladeadas, sus puntiagudos pies y sus largos dedos de goma, que
esperan cigarrillos que nunca llegarán. A las cuatro de la madrugada algunas de
esas vitrinas se convierten en un extraño reino de las hadas, de diosas
larguiruchas paralizadas todas en el momento de apurarse a la fiesta, de
zambullirse en la piscina, de deslizarse hacia el cielo en un ondulante negligé
azul.
Aunque ésta loca ilusión
se debe en parte a la imaginación desbocada, también debe algo a la increíble
habilidad de los fabricantes de maniquíes, quienes los han dotado de algunos
rasgos individuales, atendiendo a la teoría de que no hay dos mujeres, ni siquiera
de plástico o yeso, completamente iguales. Por tal razón, las muñecas de Peck
& Peck se elaboran para que luzcan jóvenes y pulidas, mientras que en Lord
& Taylor parecen más sabias y curtidas. En Saks son recatadas y maduras,
mientras que en Bergdorf ’s irradian una elegancia intemporal y una muda
riqueza. Las siluetas de los maniquíes de la Quinta Avenida han sido modeladas
a partir de algunas de las mujeres más atractivas del mundo. Mujeres como Susy
Parker, que posó para los maniquíes de Best & Co., y Brigitte Bardot, que
inspiró algunos de los de Saks. El empeño de hacer maniquíes cuasi humanos y
dotarlos de curvas es quizás responsable de la bastante extraña fascinación que
tantos neoyorquinos sienten por estas vírgenes sintéticas. A ello se debe que
algunos decoradores de vitrinas hablen frecuentemente con los maniquíes y les
pongan apodos cariñosos, y que los maniquíes desnudos en un escaparate
inevitablemente atraigan a los hombres, indignen a las mujeres y sean
prohibidos en Nueva York. A ello se debe que algunos maniquíes sean asaltados
por pervertidos y que una esbelta maniquí de una tienda de White Plains fuera
descubierta no hace mucho en el sótano con la ropa rasgada, el maquillaje
corrido y el cuerpo con señales de intento de violación. Una noche la policía
tendió una trampa y atrapó al asaltante, un hombrecito tímido: el recadero.
***
Cuando el tráfico
disminuye y casi todos duermen, en algunos vecindarios de Nueva York empiezan a
pulular los gatos. Se mueven con rapidez entre las sombras de los edificios;
los vigilantes, policías, recolectores de basura y demás transeúntes nocturnos
los avistan… no por mucho tiempo. La mayoría de ellos merodea por los mercados
de pescado, en Greenwich Village, y los vecindarios de los lados Este y Oeste,
donde abundan los cubos de la basura. No hay, sin embargo, zona de la ciudad
que no tenga sus animales callejeros, y los empleados de los garajes de
veinticuatro horas de áreas tan concurridas como la calle 54 han llegado a
contar hasta veinte de ellos cerca del teatro Ziegfeld por la mañana temprano.
Pelotones de gatos patrullan los muelles por la noche a la caza de ratas. Los
guardavías del metro han descubierto gatos que viven en la oscuridad. Parece
que nunca un tren los atropella, aunque a veces a algunos los liquida el tercer
riel. Unos veinticinco gatos viven veintitrés metros por debajo del ala oeste
de la terminal Grand Central, son alimentados por los trabajadores subterráneos
y nunca se aventuran a la luz del día.
Los vagabundos,
independientes y auto aseados gatos de la calle llevan una vida extrañamente
diferente a la de los gatos mantenidos de casa o apartamento de Nueva York.
Casi todos están infestados de pulgas. A muchos los matan la comida intoxicada,
la intemperie y la desnutrición; su promedio de vida es de dos años, mientras
que el de los gatos caseros es de diez a doce años o más. Cada año la Sociedad
Americana para la Prevención de la Crueldad contra los Animales (ASPCA)
sacrifica unos 1.000 gatos callejeros neoyorquinos para los cuales no encuentra
hogar.
No es común el arribismo
entre los gatos callejeros de Ciudad Gótica. Rara vez adquieren por gusto una
mejor dirección postal. Por lo común mueren en las manzanas que los vieron
nacer, aunque un pulgoso espécimen recogido por la ASPCA fue adoptado por una
mujer acaudalada: ahora vive en un lujoso apartamento del lado Este y pasa el
verano en la quinta de la dama en Long Island. La Asociación Felina Americana
una vez trasladó dos gatos callejeros a la sede de las Naciones Unidas, tras
haberse enterado de que los roedores habían invadido los archivadores de la
ONU.
—Los gatos se encargaron
de ellos –dice Robert Lothar Kendell, presidente de la sociedad–Y parecían
contentos en la ONU. Uno de ellos dormía en un diccionario de chino.
En cada barrio de Nueva
York los gatos golfos están bajo el dominio de un “jefe”: el macho más grande y
fuerte. Pero, salvo por el jefe, no hay mucha organización en la sociedad del
gato callejero. Dentro de esa sociedad hay, no obstante, tres “tipos” de gatos:
los salvajes, los bohemios y los de media jornada en tienda (o restaurante).
Los gatos salvajes
dependen, en cuestión de comida, de la ocasional tapa suelta del cubo de la
basura, o de las ratas, y poco o nada quieren tener que ver con la gente, así
sea con quienes los alimentan. Éstos, los más desaliñados, tienen una mirada
perturbada, una expresión demente y ojos muy abiertos, y en general rondan por
los muelles.
El bohemio, por su parte,
es más dócil. No huye de la gente. Con frecuencia recibe en la calle alimentación
diaria de manos de sensibles amantes de los gatos (casi siempre mujeres) que
los llaman “niñitos”, “angelitos” o “queridos” y se indignan cuando los objetos
de su caridad son tildados de “gatos de callejón”. Tan puntuales suelen ser los
bohemios a la hora de comer, que un amante de los gatos ha propuesto la teoría
de que saben la hora. Puso el ejemplo de una gata gris que aparece cinco días a
la semana a las cinco y media en punto en un edificio de oficinas en Broadway
con la calle 17, cuyos ascensoristas le dan comida. Pero la minina nunca cae
por allí los sábados y domingos: como si supiera que la gente no trabaja en
esos días.
El gato de media jornada
en tienda (o restaurante), a menudo un bohemio reformado, come bien y espanta a
los roedores, pero acostumbra a usar la tienda a manera de hotel y prefiere
pasar las noches vagando por las calles. Pese a tan generoso esquema laboral,
reclama la mayoría de los privilegios de una raza emparentada (el gato de
tienda de tiempo completo o sin pizca de callejero), incluido el derecho a
dormir en la vitrina. Un bohemio reformado de unas delicatessen de la calle
Bleecker se agazapa detrás de la puerta y ahuyenta a los otros bohemios que
mendigan bocados.
A propósito, el número de
gatos de tiempo completo ha disminuido en gran medida desde el ocaso de la
pequeña tienda de ultramarinos y el surgimiento de los supermercados en Nueva
York. Con el perfeccionamiento de los métodos de prevención contra ratas,
mejores empaquetados y mejores condiciones sanitarias, almacenes de cadena como
a&p rara vez tienen un gato de tiempo completo.
En los muelles, sin
embargo, la gran necesidad de gatos sigue vigente. Una vez un estibador
alérgico a los gatos los envenenó a todos. En cuestión de un día había ratas
por todas partes. Cada vez que los hombres se giraban a mirar, veían ratas
sobre los embalajes. Y en el muelle 95 las ratas empezaron a robar los
almuerzos de los estibadores, e incluso a atacarlos. De modo que hubo que
reclutar gatos callejeros de las zonas vecinas, y ahora el grueso de las ratas
está bajo control.
—Pero los gatos no
duermen mucho por aquí –decía un estibador–. No pueden. Las ratas acabarían con
ellos. Hemos tenido casos en los que la rata ha destrozado al gato. Pero no
pasa con frecuencia. Esas ratas del puerto son unas miserables desgraciadas.
***
A las 5 de la mañana
Manhattan es una ciudad de trompetistas cansados y cantineros que regresan a
casa. Las palomas se apropian de Park Avenue, y se pavonean sin rivales en
medio de la calle. Ésta es la hora más serena de Manhattan. Casi todos los
personajes nocturnos se han perdido de vista, pero los diurnos no aparecen aún.
Los camioneros y taxistas ya están despabilados, pero no perturban el ambiente.
No perturban el desierto Rockefeller Center, ni a los inmóviles vigilantes
nocturnos del mercado de pescado de Fulton, ni al gasolinero que duerme al lado
del restaurante Sloppy Louie’s con la radio encendida.
A las 5 de la mañana los
asiduos de Broadway se han ido a casa o a un café nocturno, en donde, bajo el
relumbrón de luz, se les ven las patillas y el desgaste. Y en la calle 51 se
encuentra estacionado un automóvil de la prensa radiofónica, con un fotógrafo
que no tiene nada que hacer. Así que simplemente se pasa allí sentado unas
cuantas noches, atisba por el parabrisas y no tarda en volverse un sagaz observador
de la vida después de medianoche.
—A la una de la mañana
–dice–, Broadway se llena de avispados y de muchachitos que salen del hotel
Astor vestidos de esmoquin, muchachitos que van a los bailes en los coches de
sus padres. También se ven señoras de la limpieza que vuelven a sus casas,
siempre con la pañoleta puesta. A las dos, algunos bebedores empiezan a perder
la compostura, y ésta es la hora de las peleas de cantina. A las tres, termina
la última función en los night-clubs y la mayoría de los turistas y compradores
forasteros están de vuelta en sus hoteles. A las cuatro, cuando cierran los
bares, se ve salir a los borrachos…, así como a los chulos y las prostitutas
que se aprovechan de los borrachos. A las cinco, sin embargo, casi todo está en
calma. Nueva York es una ciudad completamente distinta a las cinco de la
mañana.
A las seis de la mañana
los empleados madrugadores comienzan a brotar de los trenes subterráneos. El
tráfico empieza a fluir por Broadway como un río. Y la señora Mary Woody salta
de la cama, se apresura a su oficina y telefonea a docenas de adormilados
neoyorquinos para decirles con voz alegre, rara vez apreciada: “Buenos días.
Hora de levantarse”. Durante veinte años, como operadora del servicio
despertador de Western Union, la señora Woody ha sacado a millones de la cama.
A las7 a.m. un
hombrecillo colorado y robusto, muy parisino en una boina azul y un suéter de
cuello alto, recorre a paso rápido Park Avenue, visitando a sus adineradas
amigas: se asegura de darle a cada cual un enérgico masaje antes del desayuno.
Los uniformados porteros lo saludan con afecto y lo llaman “Biz” o “Mac”,
puesto que se trata de Biz Mackey, masseur extraordinaire para las damas.
Míster Mackey es brioso y
muy derecho y lleva siempre un bolso de cuero negro con los linimentos, cremas
y toallas de su oficio. Sube en el ascensor, media hora después está abajo otra
vez, y de nuevo a casa de otra dama: una cantante de ópera, una actriz de cine,
una teniente de la policía.
Biz Mackey, antiguo
boxeador de los pesos pluma, empezó a sobar de manera correcta a las mujeres en
París, allá en los años veinte. Habiendo perdido una pelea durante una gira por
Europa, decidió dejarlo ahí. Un amigo le sugirió que acudiera a una escuela
para masajistas, y seis meses después tuvo a su primera clienta: Claire Luce,
actriz que por entonces era la estrella del Folies-Bergère. Ella quedó
satisfecha y le mandó otras clientas: Pearl White, Mary Pickford y una rolliza
soprano wagneriana. Se precisó de la Segunda GuerraMundial para sacar a Biz de
París.
De regreso en Manhattan
la clientela europea siguió empleándolo cuando venía por aquí; y si bien es
cierto que él ya frisa los setenta, todavía no afloja. Biz trata a unas siete
mujeres por día. Sus dedos musculosos y sus brazos gruesos poseen un toque
milagrosamente relajante. Es discreto y, por eso, el preferido de las damas de
Nueva York. Las visita en sus apartamentos y tiene llaves de sus alcobas: es a
menudo el primer hombre que ven por la mañana, y lo esperan tendidas en la cama.
Nunca revela los nombres de sus clientas, pero la mayoría tiene sus años y son
ricas.
—Las mujeres no quieren
que otras mujeres sepan de sus asuntos –explica Biz–. Ya sabes cómo son –agrega
como al descuido, sin dejar duda de que él sí lo sabe.
Los porteros con los que
Biz se cruza en las mañanas tienden a ser un servicial y siempre elocuente
grupo de diplomáticos de acera, entre cuyas amistades se cuentan algunos de los
hombres más poderosos de Manhattan, algunas de las mujeres más hermosas y algunos
de los poodles más estirados. La mayoría de las veces los porteros son
corpulentos, tienen un aspecto vagamente gótico y los ojos lo bastante aguzados
como para detectar una buena propina a una manzana de distancia en el día más
oscuro del año.
Ciertos porteros del lado
Este son orgullosos como un noble, y sus uniformes, festoneados con recargo,
parecen salidos de la misma sastrería que atiende al mariscal Tito. Casi todos
los porteros de hotel son estupendos para la charla intrascendente, la
grandilocuente y la impertinente, para recordar apellidos y evaluar equipajes
de cuero. (Saben calcular la riqueza de un huésped más por el equipaje que por
la ropa que lleva.)
Hoy en Manhattan hay 650
porteros de torres de apartamentos, 325 de hoteles (catorce en el Waldorf
Astoria) y un número desconocido pero formidable de porteros de teatro y de
restaurante, porteros de night-club, porteros voceadores y porteros sin puerta.
Los porteros sin puerta,
que son vagabundos sin antecedentes penales, usualmente carecen de uniforme
(pero no de sombreros alquilados) y merodean por las calles abriendo puertas
cuando el tráfico se embotella, en las noches de ópera, de conciertos, de
peleas por un título y de convenciones. Christos Efthimiou, portero del Brass
Rail, dice que los porteros sin puerta saben cuándo está libre (lunes y martes)
y que en esos días trabajan free lance desde su sitio en la Séptima Avenidacon
la calle 49.
Los porteros voceadores,
que a veces lucen uniformes alquilados (pero son dueños del sombrero), se apostan
enfrente de los clubes de jazz con programas de espectáculos, como los que
bordean la calle 51. Además de abrir puertas y de enlazar taxistas, los
porteros voceadores bien pueden susurrarle suave pero claramente al peatón que
pasa: “¡Psss! ¡Sin pagar el puesto: chicas adentro… la nueva reina de Alaska!”.
Aunque en la ciudad son
pocos los porteros que no juren por las buenas o por las malas que les pagan
mal y que son menospreciados, muchos porteros de hotel reconocen que, en
ciertas semanas buenas, las de lluvia, se han hecho cerca de 200 dólares con
las meras propinas. (Más gente pide taxis cuando llueve y los porteros que
suministran paraguas y taxis rara vez se quedan sin propina.)
***
Cuando llueve en
Manhattan el tráfico de automóviles es lento, las citas se incumplen y en los
vestíbulos de los hoteles la gente se arrellana detrás de un periódico o da
vueltas por ahí sin tener dónde sentarse, con quién hablar, nada qué hacer. Se
hace más difícil conseguir un taxi; los grandes almacenes reducen sus ventas
entre un 15 y un 25 por ciento, y los monos del zoo del Bronx, sin público, se
encorvan malhumorados en sus jaulas, con más cara de aburridos que los
desocupados de los hoteles.
Aunque algunos
neoyorquinos se ponen taciturnos con la lluvia, otros la prefieren. Les gusta
caminar bajo ella y sostienen que en los días lluviosos los edificios de la
ciudad parecen más limpios…, bañados de una cierta opalescencia, como un cuadro
de Monet. Hay menos suicidios en Nueva York cuando llueve; pero cuando el sol
brilla y los neoyorquinos parecen felices, el deprimido se hunde más en su
depresión y el hospital Bellevue recibe más casos de intentos de suicidio.
En fin, un día lluvioso
en Nueva York es un día resplandeciente para los vendedores de paraguas y
gabardinas, las chicas de los guardarropas, los botones y el personal de la
oficina del Consulado General Británico, donde dicen que la lluvia les recuerda
la patria. La firma Consolidated Edison informa que los neoyorquinos consumen
120.000 dólares más en electricidad que en los días despejados; las rayas de
los pantalones se deterioran con la lluvia, y en la lavandería Norton Cleaners,
en la calle 45, se plancha un promedio de 125 pantalones extras en días como
ésos.
La lluvia les estropea el
rímel de los ojos a las modelos que no consiguen un taxi; y la lluvia significa
un día solitario para los sargentos de reclutamiento, los manifestantes, los
limpiabotas y los ladrones de Times Square, que tienden todos a perder el
entusiasmo cuando se mojan.
***
Todas las mañanas,
pasadas las 7.30, cuando la mayoría de los neoyorquinos sigue aún sumida en un
cegajoso duermevela, cientos de personas hacen fila en la calle42 a la espera
de que abran los diez cines ubicados casi hombro a hombro entre Times Square y la
Octava Avenida.
¿Quiénes son los que van
al cine a las8 a.m.? Son los vigilantes nocturnos del centro, los pelagatos,
los que no pueden dormir, los que no pueden ir a casa o los que no tienen casa.
Son los camioneros, los homosexuales, los polizontes, los gacetilleros, las
sirvientas y los empleados de un restaurante que han trabajado toda la noche.
Son también los alcohólicos, que esperan hasta las ocho para pagar cuarenta
centavos por un asiento blando y algo de sueño en un teatro fresco, oscuro y
cargado de humo.
Con todo, al margen de
estar llenos de humo, cada Uno de los teatros de Times Square carece de o posee
una característica especial que lo define. En el teatro Victoria uno sólo se
topa películas de terror, mientras que en el teatro Times Square sólo presentan
películas de vaqueros. Hay películas de estreno por cuarenta y cinco centavos
en el Lyric, en tanto que en el Selwyn hay siempre cintas viejas por treinta y
cinco. Tanto en el Liberty como en el Empire hay reestrenos, y en el Apollo
sólo proyectan filmes extranjeros. Los filmes extranjeros han venido haciendo
dinero en el Apollo desde hace veinte años, cosa que William Brandt, uno de los
propietarios, no alcanzaba a entender.
—Así que un día fui a
investigar al sitio –dice él– y vi a la entrada gente que conversaba con las
manos. Me di cuenta de que eran casi todos sordomudos. Son asiduos del Apollo
porque pueden leer los subtítulos que vienen con las películas extranjeras. El Apollo
probablemente tiene el mayor público sordomudo del mundo.
***
Nueva York es una ciudad
con 8.485 operadoras telefónicas, 1.364 repartidores de telegramas de la
Western Uniony 112 mensajeros de casas periodísticas. La hinchada beisbolera
promedio en el estadio de los Yankees gasta unos diez galones de jabón líquido
por partido: récord extraoficial de limpieza de las grandes ligas. Este estadio
también ostenta el mayor número de acomodadores de la liga (360), de
barrenderos (72) y de baños para hombres (34).
En Nueva York hay 500
médiums, clasificados desde el semitrance hasta el trance y el trance profundo.
La mayoría vive en las calles setentas, ochentas y noventas del Oeste de Nueva
York, y en los domingos algunas de estas manzanas se comunican con los muertos,
vibran al clamor de trompetas y solucionan todo tipo de problemas.
En Nueva York la Lencería
de la Quinta Avenida está situada en la Avenida Madison, la Tienda de Mascotas
Madison queda en la Avenida Lexington, la Floristería Park Avenue está en la
Avenida Madison y la Lavandería A Mano Lexington está en la Tercera Avenida. Nueva
York alberga 120 tiendas de ropa y muebles usados, y es allí donde el hermano
del obispo [Bishop] Sheen, el doctor Sheen, comparte una oficina con un tal
doctor Bishop.
Dentro de una típica y
apacible fachada de piedra rojiza sobre la Avenida Lexington, en la esquina de
la calle 82, un boticario llamado Frederick D. Lascoff lleva años vendiendo
sanguijuelas a boxeadores maltrechos, aceite de calamento a cazadores de leones
y millares de pócimas extrañas a personas en lugares exóticos de todo el mundo.
Dentro de una lóbrega
factoría del lado Oeste, todos los meses una larga cinta de cartulina verde
sube y baja arrastrándose como un reptil interminable por una prensa de
imprenta que la pica en miles de enojosos trocitos. Cada trocito fue ideado
para encajar en el bolsillo de un policía, decorar el parabrisas de un coche
aparcado ilegalmente y despojar a un conductor de quince dólares. Unas 500.000
multas de quince dólares se imprimen cada año para la policía de Nueva York en
la calle 19 Oeste, en la May Tagand Label Corporation, cuyos empleados a veces
ven el fruto de su trabajo volver como un bumerán sobre sus propios parabrisas.
Nueva York es una ciudad
de 200 vendedores de castañas, 300.000 palomas y 600 estatuas y monumentos.
Cuando la estatua ecuestre de un General alza del suelo los dos cascos
delanteros, quiere decir que el general murió en combate; si levanta uno, murió
de heridas recibidas en combate; si los cuatro cascos pisan el suelo, el
general probablemente murió en cama.
***
En Nueva York, desde el
amanecer hasta el ocaso y de nuevo al amanecer, día tras día, se escucha el
incesante y sordo ruido de las llantas sobre la plancha de hormigón del puente
George Washington. El puente nunca está completamente quieto. Tiembla con el
tráfico. Se mueve con el viento. Sus enormes venas de acero se hinchan al
calentarse y se contraen al enfriarse; con frecuencia la plancha se acerca al
río Hudson, unos tres metros más en verano que en invierno. Esta estructura,
poco menos que inquieta y de grácil belleza, oculta, como una seductora
irresistible, algunos de sus secretos a los románticos que la contemplan, los
escapistas que saltan desde ella, la chica regordeta que recorre pesadamente su
distancia de mil setenta metros buscando bajar de peso y los cien mil
automovilistas que cada día la cruzan, se estrellan contra ella, le esquilman
el peaje, se atascan encima.
Pocos de los neoyorquinos
y turistas que lo cruzan a toda velocidad se percatan de los obreros que,186
metros más arriba, utilizan los ascensores dentro de sus dos torres gemelas; y
pocas personas saben que algunos borrachitos errabundos de cuando en cuando lo
escalan despreocupadamente hasta la cima y allí se echan a dormir. Por las
mañanas se quedan petrificados y tienen que bajarlos brigadas de emergencia.
Pocas personas saben que
el puente fue construido en un área por la que antiguamente trashumaban los
indios, en la cual se libraron batallas y en cuyas riberas, en los primeros
tiempos coloniales, se llevaba a la horca a los piratas a modo de advertencia
para otros marinos aventureros. El puente hoy se levanta en el lugar donde las
tropas de George Washington retrocedieron ante los invasores británicos que más
adelante capturarían Fort Lee, en Nueva Jersey, quienes encontraron las ollas
en el fuego, el cañón abandonado y un reguero de ropa por el camino de retirada
de la guarnición de Washington.
La calzada del puente
George Washington descuella30 metros por encima del pequeño faro rojo que se
quedó obsoleto cuando se erigió el puente en 1931; el acceso por el lado de
Jersey queda a tres kilómetros de donde el mafioso Albert Anastasia vivía tras
un muro alto y custodiado por perros dóberman pinschers; el peaje de Jersey
queda a seis metros de donde un conductor sin licencia intentó pasar con cuatro
elefantes en un remolque; y lo hubiera logrado si uno de ellos no se hubiera
caído. La plancha superior está a67 metros del sitio hasta donde una vez trepó
un guardia de la Autoridad Portuaria para decirle a un suicida en ciernes:
“Óigame bien, so hp: si no se baja, lo bajo a tiros”, y el hombre descendió en
un dos por tres.
Día y noche los guardias
se mantienen alerta. Tienen que estarlo. En cualquier momento puede ocurrir un
accidente, una avería o un suicidio. Desde 1931 han saltado del puente cien
personas. A más del doble se les ha impedido hacerlo. Los saltadores de puentes
decididos a suicidarse obran rápida y silenciosamente. Junto a la calzada dejan
automóviles, chaquetas, gafas y a veces una nota que dice “Cargo con la culpa
de todo” o “No quiero vivir más”.
***
Un solitario comprador
que no era de la ciudad y que se había tomado unas copas se registró una noche
en un hotel de Broadway cerca de la calle 64, fue a la cama y despertó en medio
de la noche para presenciar una escena pavorosa. Vio pasar, flotando por la
ventana, la imagen resplandeciente de la Estatua de la Libertad.
Se imaginó que lo habían
drogado para reclutarlo y que navegaba frente a Liberty Island con rumbo a una
calamidad segura en alta mar. Pero luego, mirándolo mejor, cayó en la cuenta de
que en realidad veía la segunda Estatua de la Libertad de Nueva York: la
estatua anónima y casi inadvertida que se yergue en el techo del depósito
Liberty-Pac en el 43 de la calle 64 Oeste.
Esta aceptable copia,
construida en 1902 por encargo de William H. Flattau, un patriótico propietario
de bodegas, se eleva diecisiete metros sobre el pedestal, pocos en comparación
con los46 metros de la estatua de Bartholdi en Liberty Island. Esta más menuda
Libertad también tenía una antorcha encendida, una escalera espiral y un
boquete en la cabeza por el cual se divisaba Broadway. Pero en 1912 la escalera
se descacharró, la tea se apagó en una tormenta y a los escolares se les
prohibió corretear de arriba abajo en su interior. El señor Flattau murió en
1931 y con él se fue mucha de la información sobre la historia de esta estatua.
De vez en cuando, sin
embargo, los empleados del depósito y los vecinos responden las preguntas de
los turistas acerca de la estatua.
—La gente por lo general
se arrima y dice: “Eh, ¿qué hace eso allá arriba?” –cuenta el vigilante de un
aparcamiento al otro lado de la calle–. El otro día un tejano detuvo su coche,
miró hacia arriba y dijo: “Yo pensaba que la estatua debía estar en el agua, en
otra parte”. Pero algunos están de veras interesados en la estatua y le sacan
fotos. Considero un privilegio trabajar al pie de ella, y cuando vienen los
turistas siempre les recuerdo que ésta es “la segunda Estatua de la Libertad más
grande del mundo”.
Pero la mayoría de los
vecinos no le presta atención a la estatua. Las adivinas gitanas que trabajan
al costado derecho no lo hacen; los asiduos de la taberna que hay debajo,
tampoco; ni quienes sorben la sopa en el restaurante Bickford al otro lado de
la calle. David Zickerman, taxista de Nueva York (taxi núm. 2865), ha pasado
zumbando por la estatua centenares de veces y no sabe que existe.
—¿Quién demonios mira
hacia arriba en esta ciudad? –pregunta.
Por varias décadas la
estatua ha sostenido una antorcha apagada sobre este vecindario de jugadores de
punchball, cocineros de comidas rápidas y vigilantes de bodega; sobre botones
de magras propinas y policías y travestis de tacones altos, quienes pasada la
medianoche emergen de sus paredes por las escaleras de incendios para ir a
pasearse por esta ciudad de acaso demasiada libertad.
***
Nueva York es una ciudad
de movimiento. Los artistas y los beatniks viven en Greenwich Village, que fue
habitada primero por los negros. Los negros viven en Harlem, donde solían vivir
judíos y alemanes. La riqueza se ha trasladado del lado Oeste al Este. Los
puertorriqueños se hacinan por todas partes. Sólo los chinos son estables en su
enclave en torno al antiguo recodo de la calle Doyer.
Algunos prefieren
recordar a Nueva York en la sonrisa de una azafata del aeropuerto de La
Guardia, o en la paciencia de un vendedor de zapatos de la Quinta Avenida; para
otros, la ciudad representa el olor a ajo en la parte trasera de una iglesia de
la calle Mulberry, o un trozo de “territorio” que se pelean las pandillas
juveniles, o un lote en compraventa por la inmobiliaria Zeckendorf.
Pero por fuera de las
guías de la ciudad de Nueva York y la cámara de comercio, Nueva York no es
ningún festival de verano. Para la mayoría de los neoyorquinos es un lugar de
trabajo duro, de demasiados coches, de demasiada gente. Muchas de esas personas
son anónimas, como los conductores de bus, las criadas por días y esos
repulsivos pornógrafos que suben los precios que aparecen en los anuncios de
publicidad sin que nunca los cojan. Parecería que muchos neoyorquinos sólo
tienen un nombre, como los barberos, los porteros, los limpiabotas. Algunos
neoyorquinos transitan por la vida con el nombre incorrecto, como Jimmy
Panecillos [Jimmy Buns], que vive en frente del cuartel general de la policía
en Centre Street. Cuando Jimmy Panecillos, cuyo verdadero apellido es Mancuso,
era un chico, los policías le gritaban del otro lado de la calle: “Oye, chico,
¿qué tal si vas a la esquina y nos traes café y unos panecillos?”. Jimmy
siempre hacía el favor, y no tardaron en llamarlo Jimmy Panecillos o
simplemente “Eh, Panecillos”. Ahora Jimmy es un señor mayor, canoso, con una
hija que se llama Jeannie. Pero Jeannie nunca tuvo apellido de soltera: todos
la llaman “Jeannie Panecillos”.
Nueva York es la ciudad
de Jim Torpey, quien desde 1928 arma los titulares de prensa del letrero
eléctrico que rodea Times Square, sin gastar nunca una bombilla de su bolsillo;
y de George Bannan, cronometrador oficial del Madison Square Garden, quien ha
aguantado como un reloj de pie siete mil peleas de boxeo y ha tocado la campana
dos millones de veces. Es la ciudad de Michael McPadden, quien se sienta detrás
de un micrófono en una caseta del metro cerca de Times Square y grita en una
voz que oscila entre la futilidad y la frustración: “Cuidado al bajar, por
favor, cuidado al bajar”. Imparte este consejo 500 veces cada día y en
ocasiones quisiera improvisar. Pero rara vez lo intenta. Desde hace tiempo está
convencido de que la suya es una voz desatendida en el bullicio de puertas que
golpean y cuerpos que se estrujan; y antes de que se le ocurra algo ingenioso
para decir, llega otro tren de la Grand Central y el señor McPadden tiene que
decir (¡una vez más!): “Cuidado al bajar, por favor, cuidado al bajar”.
Cuando comienza a
oscurecer en Nueva York y los compradores salen de Macy’s, se escucha el
trotecito de diez dóbérmanes pinschers que recorren los pasillos olfateando en
busca de algún pillastre oculto detrás de un mostrador o al acecho entre las
ropas de un perchero. Peinan los veinte pisos de la gran tienda y están
entrenados para subir escaleras de mano, saltar por las ventanas, brincar sobre
los obstáculos y ladrarle a cualquier cosa extraña: un radiador que gotea, un
tubo de vapor roto, humo, un ladrón. Si el ladrón tratara de escaparse, los
perros lo alcanzarían fácilmente, metiéndosele entre las piernas para
derribarlo. Sus ladridos han alertado a los vigilantes de Macy’s sobre peligros
menores pero nunca sobre un ladrón: ninguno se ha atrevido a quedarse en la
tienda después del cierre desde que los perros llegaron en 1952.
***
Nueva York es una ciudad
en la que unos halcones grandes que suelen anidar en los riscos hincan las
garras en los rascacielos y se precipitan de vez en cuando para atrapar una
paloma en Central Park, o Wall Street, o el río Hudson. Los observadores de
pájaros han visto a estos halcones peregrinos circular perezosamente sobre la
ciudad. Los han visto posarse en los altos edificios, e incluso en los
alrededores de Times Square.
Una docena de estos
halcones, que llegan a tener una envergadura de noventa centímetros, patrulla
la ciudad. Han pasado zumbando al lado de las mujeres en la terraza del hotel
St. Regis, han atacado a los hombres de la reparación sobre las chimeneas y, en
agosto de 1947, dos halcones asaltaron a unas damas residentes en el patio de
recreo del Hogar del Gremio Judío de Ciegos de Nueva York. Los trabajadores de
mantenimiento en la iglesia de Riverside han visto a los halcones cenar palomas
en el campanario. Los halcones permanecen allí un corto rato. Luego emprenden
el vuelo hacia el río, dejando las cabezas de las palomas para que los
trabajadores hagan la limpieza. Cuando regresan, los halcones entran volando
silenciosamente, inadvertidos, como los gatos, las hormigas, el portero de las
tres balas en la cabeza, el masajista de señoras y muchas de las otras raras
maravillas de esta ciudad sin tiempo.
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